Empecé
por cambiar mi forma de vestir, imposible hacer mérito con la simpleza. Por suerte, la extravagancia me sentaba muy
bien. Practiqué una nueva forma de caminar y detenerme. Adiós al fantasma que
arrastra los pies, bienvenido el bailarín de las veredas. Mi voz, mi manera de
hablar. Tantos años susurrando, había llegado el momento de ser escuchado.
El
segundo paso fue frecuentar lugares acordes a mi búsqueda. Mientras revolvía
lentamente el café ostentaba la tapa de los libros que estaba leyendo, libros
que había elegido en forma minuciosa. Fumaba pipa, usaba boina, me sentaba
cruzando las piernas. Era sólo cuestión de tiempo.
Fui
sumando detalles, evolucionando. Silbaba melodías que solo ellos reconocerían,
consumía drogas, me involucré en política. Exageré un poco más mi andar y mi
ropa. Decidí gritar y pasear cargando varios libros. Eso funcionaría.
Al
poco tiempo leía y cantaba a la vez. Fumaba dos pipas, usaba dos boinas,
militaba en dos partidos políticos. Duplicar mis esfuerzos achicaría el tiempo
de espera a la mitad. Matemática pura.
Finalmente
había llegado el momento de mi reconocimiento.
Me
paré en la puerta de su taller. Mi pié derecho, el del zapato amarillo,
sostenía todo mi peso. Mi pié izquierdo, el del zapato verde, se apoyaba contra
la pared. Mis dos pipas dibujaban nubes que me daban sombra, mientras iba
cargando la tercera para que el encuentro no me agarre desprevenido. Las cuatro
viseras de mis cuatros boinas cubrían todos los frentes de batalla. Arrastraba
un pequeño carro de madera lleno de libros. Silbaba, cantaba y gritaba. Había
entrenado la manera de hacer las tres cosas en simultáneo y me salía a la
perfección.
Para
asegurarme de llamar su atención arrojé una piedra rompiendo el vidrio de su
ventana. Entonces salió.
Apenas
lo vi me di cuenta del error que había cometido. Él usaba moño. ¿Por qué no me
había puesto un moño en lugar de mis cinco corbatas?. Me miró. Que mirada.
Había practicado esa mirada horas frente al espejo. Pero la de él era
profesional. No dijo nada. Yo gritaba, silbaba y cantaba. Y él, nada. No tenía
boinas, su traje era de un simple gris y su sonrisa genuina. Esa era la
principal diferencia. Yo de genuino no tenía nada. Hice silencio. Tiré mis
cuatro boinas al suelo, me arranqué las cinco corbatas, arrojé al río mi zapato
verde y con el amarillo rompí otro vidrio de su ventana. Escupí mis pipas, las
tres. Me desnudé por completo. ¿Qué mejor manera de demostrar mi falta de
prejuicios e inhibiciones?. Me puse a saltar sobre los libros desparramando sus
hojas por la vereda. Era pura rebeldía.
Lentamente
realizó medio giro y volvió a su taller. Dejó la puerta abierta.
Me
detuve. Estaba solo, desnudo en la calle.
Hice
paso a paso lo que tenía que hacer. Mis esfuerzos habían llegado a buen puerto.
Ya veía una mesa gigante con todos ellos aplaudiéndome y yo recibiendo mi
merecido trofeo. Lo había logrado.
Volvió.
Me cubrió con una frazada.
Pausada
y cariñosamente me dijo:
“Es
inútil pedirlo, ni hacer méritos. No es loco quien quiere, sino quien puede”
(Brunitus)
En
el año 1948 Benito Quinquela Martín creó "La Orden del Tornillo". Con picardía, le dio coherencia a la
locura. Para la gente común, preocupada por las cosas materiales, estos hombres
y mujeres viven en estado de locura. Ellos saben de esta opinión y la aceptan
con humor. Son "los locos"
que se evaden de los cuerdos, de los egoístas, de los calculadores.
La
incorporación de nuevos miembros se convirtió en una fiesta, Quinquela se
colocaba su uniforme y hacía entrega de un simbólico tornillo. Todos los
distinguidos recibían la advertencia: "Este
tornillo no los volverá cuerdos, muy por el contrario, los preservará contra la
pérdida de esa locura luminosa de la que se sienten orgullosos."
A
continuación, y alrededor de una gran mesa con mantel de papel blanco,
brindaban con vino y comían fideos de colores…
Iluminas mi vida y te lo agradezco.
ResponderEliminarhaces feliz a la gente con tus poesias y tus funciones te lo agradecemos mucho. antonia bahia blanca 7/11/2015
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